Decía Henry David Thoreau en su
obra “Walden” que la acción de cazar tenía la virtud de sumergir a quien la realiza
en el propio bosque y convertirle en un elemento más de este. Frente a esta
afirmación contraponía otros formas de acercarse a la naturaleza de orden
contemplativo, extremadamente valiosas, pero que no te acercaban con la misma
intensidad a vislumbrar el transcurrir de la vida en tan magníficos
parajes. Estas palabras de Thoreau representan fielmente lo que para
muchos de nosotros representa la caza, una forma de acercarnos, de ser parte, e
incluso de intentar entender el suelo que pisamos. Otros tantos están más cerca
del olor de la pólvora quemada que de estas cuestiones, pero eso es harina de
otro costal.
Lo dicho anteriormente sirve para
plantear una sencilla hipótesis, y es que hay ciertos procesos ecológicos y cuestiones medioambientales que
desde la práctica de una caza a pie de monte se observan y entienden con relativa
facilidad, pero que parece costar entender a quién mira el campo desde la
distancia y/o en términos estrictamente contemplativos. Aunque hemos hecho
referencia a la caza, también nos servirían otras actividades como ser pastor u
hortelano como medios para comprender mejor el transcurrir de la naturaleza y
sus entresijos. Esta reflexión que pudiera parecer intuitiva, se hace necesaria
cuando se discuten ciertas cuestiones ambientales o relacionadas con la
conservación de la fauna y flora (un ejemplo es la caza) con personas muy
ligadas al medio urbano. Y decimos esto porque resulta habitual que una parte
importante de dichas personas cimienten su criterio en visiones
teóricas o moralistas en ocasiones alejadas de la compleja realidad social,
cultural y económica de nuestros campos, difícilmente entendible si no se
respira a pocos metros. En la misma línea, no sería descabellado afirmar que los
diferentes prismas con los que actualmente se entiende la conservación de
nuestro entorno natural están íntimamente ligados al contraste medio rural-
medio urbano, aunque la cuestión va un poco más allá.
¿Y qué tiene que ver todo lo
anterior con el título de este artículo? Pues que probablemente la suelta y
alimentación de gatos domésticos en zonas ajardinadas y su normalización
social ilustre perfectamente la creciente concepción urbana de lo que es
el medio natural y la conservación de nuestra fauna y flora. Para ponernos en
contexto, es bien sabido que cuando gatos u otras especies usadas como mascotas
(mapaches, tortugas, etc.) son abandonados en el campo o jardines generan una
incidencia muy negativa en la fauna autóctona que habita estos espacios, siendo
en el caso de los gatos muy perjudicial para la avifauna [1]. Por este motivo, merece una profunda reflexión el hecho de que esté
socialmente normalizado y bien visto que en centenares de zonas ajardinadas urbanas y periurbanas de nuestro país
la gente alimente y vea con buenos ojos a estos gatos, mientras que fuera de estos entornos la Administración Pública se dedique, criterio científico mediante, a la persecución y descaste de las especies exóticas [2]. Sin duda alguna, a las mismas personas que
alimentan los gatos no les resultaría nada agradable saber que esos mismos
ejemplares expolian una enorme cantidad de nidos de pardillos, mirlos,
jilgueros, etc. Así, se da la paradoja de que multitud de personas
bienintencionadas llevan a cabo actos irresponsables que entienden como positivos, y que
acaban siendo perjudiciales para la conservación de nuestra fauna autóctona. No hablamos por tanto de minorías animalistas ni tampoco de quienes sacan rédito de la degradación de nuestros campos, sino de una mayoría social creciente que cada vez se encuentra más alejada de la realidad de los procesos naturales que articulan la vida y que actúa desinformada y esencialmente guiada por emociones.
Paradojas similares a la de los gatos asilvestrados ocurren cuando la corta de un árbol urbano es vista como una aberración, pero nutrimos nuestras casas de muebles; o cuando matar una gallina de corral para comérsela parece estar asociado a crueles verdugos que perdieron (¡si es que alguna vez tuvieron!) la sensibilidad por la vida de los animales. Cosas de otro tiempo vaya. Paralelamente a estas percepciones propias de la sociedad moderna, las zonas refrigeradas de los supermercados rebosan de filetes empaquetados, y el papel y cartón es usado como si saliera bajo las piedras, todo ello sin ningún tipo de complejo moral salvo en una minoría social concienciada que practica el consumo responsable. Así, en esta creciente concepción urbana del medio natural la muerte de los animales ha pasado a ser un hecho tabú e inexistente, aunque en la práctica sea un elemento omnipresente del bosque que permite el ciclo de la vida. Del mismo modo, cada vez impera en mayor medida una visión caricaturizada de nuestro medio natural, donde los parques naturales podrían ser parques temáticos, la educación ambiental apunta a lo emblemático y no a la comprensión del conjunto, y el aprovechamiento sostenible de nuestros recursos naturales pareciera un anacronismo más propio de otra época condenado a desaparecer engullido por la sacrosanta economía de mercado. Ni que decir tiene en qué lugar queda una actividad como la caza (sangre, armas, muerte) en una coyuntura social como la descrita.
Dicho esto, podríamos afirmar que todas estas incoherencias no son más que el reflejo de una sociedad alejada tanto física como conceptualmente de las relaciones ecológicas que permiten la vida y la sostenibilidad de nuestra civilización. Por si fuera poco, a esta situación hay que añadirle una Administración Pública cómplice de este distanciamiento que, lejos de hacer pedagogía e invertir en educación ambiental, se dedica a ponerse de perfil y tratar interesadamente a los ciudadanos como votantes y no como a adultos. De hecho, desde partidos políticos tradicionales y sectores económicos dominantes (Banca y grandes empresas constructoras) han potenciado la idea de que el progreso se basa en la sustitución de los rastrojos, huertas o aserraderos por centros comerciales y polígonos, estando para gloria de todos los primeros llenos y los segundos vacíos (ver imagen inferior). Y es que en la sociedad española del siglo XXI a los adultos se les trata como a niñ@s y el cinismo se cultiva en las terrazas de los chalets.
Paradojas similares a la de los gatos asilvestrados ocurren cuando la corta de un árbol urbano es vista como una aberración, pero nutrimos nuestras casas de muebles; o cuando matar una gallina de corral para comérsela parece estar asociado a crueles verdugos que perdieron (¡si es que alguna vez tuvieron!) la sensibilidad por la vida de los animales. Cosas de otro tiempo vaya. Paralelamente a estas percepciones propias de la sociedad moderna, las zonas refrigeradas de los supermercados rebosan de filetes empaquetados, y el papel y cartón es usado como si saliera bajo las piedras, todo ello sin ningún tipo de complejo moral salvo en una minoría social concienciada que practica el consumo responsable. Así, en esta creciente concepción urbana del medio natural la muerte de los animales ha pasado a ser un hecho tabú e inexistente, aunque en la práctica sea un elemento omnipresente del bosque que permite el ciclo de la vida. Del mismo modo, cada vez impera en mayor medida una visión caricaturizada de nuestro medio natural, donde los parques naturales podrían ser parques temáticos, la educación ambiental apunta a lo emblemático y no a la comprensión del conjunto, y el aprovechamiento sostenible de nuestros recursos naturales pareciera un anacronismo más propio de otra época condenado a desaparecer engullido por la sacrosanta economía de mercado. Ni que decir tiene en qué lugar queda una actividad como la caza (sangre, armas, muerte) en una coyuntura social como la descrita.
Dicho esto, podríamos afirmar que todas estas incoherencias no son más que el reflejo de una sociedad alejada tanto física como conceptualmente de las relaciones ecológicas que permiten la vida y la sostenibilidad de nuestra civilización. Por si fuera poco, a esta situación hay que añadirle una Administración Pública cómplice de este distanciamiento que, lejos de hacer pedagogía e invertir en educación ambiental, se dedica a ponerse de perfil y tratar interesadamente a los ciudadanos como votantes y no como a adultos. De hecho, desde partidos políticos tradicionales y sectores económicos dominantes (Banca y grandes empresas constructoras) han potenciado la idea de que el progreso se basa en la sustitución de los rastrojos, huertas o aserraderos por centros comerciales y polígonos, estando para gloria de todos los primeros llenos y los segundos vacíos (ver imagen inferior). Y es que en la sociedad española del siglo XXI a los adultos se les trata como a niñ@s y el cinismo se cultiva en las terrazas de los chalets.
Afortunadamente
hay procesos reversibles, y la grave situación de desempleo cada vez más
aguda en nuestro país exige una revisión de nuestro modelo productivo que
pasará más pronto que tarde por reubicar nuestros campos y montes como sectores de generación de empleo y calidad de vida. Para ello no habrá más
remedio que hacer un fuerte trabajo pedagógico que otorgue protagonismo a los procesos
ecológicos y el aprovechamiento sostenible de nuestros recursos en la manera de entender nuestro patrimonio natural. Debemos incidir hasta la saciedad en que un monte bien aprovechado genera mayor biodiversidad,
mayor generación de empleo y mayores posibilidades de conservación que un monte
abandonado. Quienes hoy consideran positivo que cada vez haya más superficie forestal
abandonada, sin rebaños, sin gente, sin agricultura; lo hacen por una cuestión
estrictamente sentimental en su búsqueda personal de una naturaleza inalterada
y pura. Sin embargo omiten que esa ambición resulta incompatible con una
sociedad sostenible económica y ambientalmente, la cual requiere
obtener sus recursos ordenada y racionalmente de sus propios montes y
campos, y no importándolos de Bangladesh o Chile.
En nuestra opinión, la tarea de revertir esta óptica urbana demanda un mayor acercamiento tanto físico como conceptual a nuestro medio natural. Es decir, una apuesta clara por el empleo y calidad de vida en el medio rural, y una ambiciosa política educacional a nivel estatal en el ámbito medioambiental. Respecto a este último punto, necesitamos que a adultos y niñ@s se nos explique que
la muerte forma parte de la vida (humana y animal), que para comer carne hay
animales que mueren, para tener muebles hay árboles que se cortan, y para
conservar poblaciones autóctonas hay que restringir que haya especies exóticas
o domésticas asilvestradas dañándolas. En resumen, necesitamos que se nos diga la verdad. Además, todo ello puede y debe hacerse de
una forma ética, ordenada y racional, lo que permite la conservación de los recursos en el
tiempo y un uso responsable de estos. Asimismo, hay que advertir que cuanto más alejados estemos como sociedad de nuestro entorno natural y los procesos ecológicos que lo integran, mayores facilidades tendrán quienes quieren lucrarse con su degradación para llevar a cabo sus planes, y menores posibilidades económicas tendremos como país para la conservación de su biodiversidad [4,5]. Si no abordamos pronto esta problemática y no revertimos la lógica actual, cada día estaremos
más lejos de un medio natural vivo y generador de riqueza y más cerca del
centro comercial lleno y el polígono vacío. La decisión es más nuestra de lo que pudiera parecer, así que reflexionemos y apostemos por el sentido común.
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[3] http://www.20minutos.es/noticia/2051839/0/declive-industrial/madrid-poligonos/empleos-empresas/
[4] https://ddd.uab.cat/pub/tfg/2014/130459/TFG_Forestalia_resum.pdf
[5] http://www.elmundo.es/elmundo/2013/09/02/espana/1378124276.html
[4] https://ddd.uab.cat/pub/tfg/2014/130459/TFG_Forestalia_resum.pdf
[5] http://www.elmundo.es/elmundo/2013/09/02/espana/1378124276.html